Hace muchos años mi madre y mi padre nos despertaron a mis tres hermanos y a mi en mitad de la noche para llevarnos a un lugar desconocido hasta el momento para nosotros.
Tras levantarnos de la cama nos dieron a beber la tradicional infusión de la madrugada: manzanilla hecha en agua recién hervida. Esa bebida caliente preparaba el cuerpo para afrontar la madrugada y el resto del día reconfortándolo y aportándole el calor que a esas horas se precisa.
Abrigados convenientemente nos metimos los seis en el coche: en aquel año cabíamos todos en el Renault 6. Emprendimos carretera en dirección a la aldea. La noche era oscura, no recuerdo luna, pero las estrellas que lucían avanzaban, misteriosamente, al ritmo del coche.
Llegamos a la aldea, bajamos del coche y buscamos dónde esperar a la Virgen. Mis padres encontraron una esquina que les pareció el lugar adecuado. Siendo niños no podíamos ver demasiado qué ocurría a nuestro alrededor: gentío, inquietud, polvo, oscuridad de la noche, alumbrado artificial. Nos dábamos cuenta de que los cuerpos de los adultos nos impedían ser conscientes de todo lo que pasaba, pero confiábamos en las decisiones de nuestros padres.